En la madrugada del 15 de abril de 1912, se hundió el barco Titanic durante su travesía de 4 días y medio en el Océano Atlántico, tras chocar con un iceberg, una gran masa sólida de hielo. La gigantesca nave se llevó a la tumba a más de 1,500 pasajeros.
Era un móvil de 270 metros de longitud y 53 de altura, con un peso neto de unas 46,328 toneladas. Podía navegar a una velocidad máxima de 42 kilómetros por hora gracias a sus 55,000 caballos de fuerza motora, desplazando más de 50,000 toneladas de agua a su paso
Edward Smith era el capitán.
El Titanic era un compendio de lujo. Allí los pasajeros ricos podrían sentirse aún más ricos, y los pobres, un poco menos pobres.
El ingeniero que lo diseñó lo catalogo como un barco insumergible, como que nada podría hacerlo naufragar.
Un percance ocurrido antes de su partida, tuvo el tinte de un mal presagio. Cuando abandonaba el muelle para iniciar el viaje, las aguas que desplazaba a su paso hicieron perder el rumbo a un pequeño vapor que estaba cerca y que hizo se pusiera casi frente al Titanic, pero gracias a una acertada maniobra no se produjo una colisión que hubiera destrozado a esa pequeña embarcación. Era una señal de lo que iba a suceder después.
En los momentos previos al hundimiento del Titanic, se dice que los músicos de la orquesta interpretaron las canciones de moda como una forma de calmar el pánico entre los pasajeros.
El capitán Smith sucumbió, no sin antes haber ayudado a los pocos pasajeros que se salvaron a subir a los botes salvavidas. Murió cumpliendo la ley del mar: un capitán debe hundirse con su barco.
Restos del Titanic aún permanecen en el fondo del mar. Es una clara advertencia que no hay nada creado por el hombre que sea indestructible o insumergible. Serán los designios del creador si cualquier gestión o empresa que se materialice deba o no cumplirse.
Él lo decidirá. Como sucede actualmente, nuestro destino está en su divina providencia.