Por: Raúl Sotelo L.
Todo comenzó cuando mi próstata lanzó el primer mensaje de alerta. Déficit en la micción, porque al aumentar su volumen se convirtió en un obstáculo que impedía el normal discurrir urinario al exterior.
La crisis llegó a su cúspide cuando no salió una sola gota de orina. El telón había bajado al cerrar la próstata sus puertas sin dejar ninguna vía de salida.
La solución: aplicación inmediata de una sonda, o sea, una bolsa unida a una manguerita por donde saldría el líquido proveniente de las canteras de la vejiga, donde se había acumulado peligrosamente. Un desembalse interior podía ser fatal.
El alma volvió a mi cuerpo al sentir una agradable sensación de alivio cuando se produjo el desagüe por intermedio de la sonda. Igual como una cañería atorada.
Para adelante, mi sonda fue mi compañera fiel e inseparable. Dormía y despertaba con ella juntos. Claro está, cada cierto tiempo la renovaba, pero igual seguía siendo la misma que me salvó de un trance doloroso.
Cuando llegó el momento de prescindir de su uso porque la próstata ya no era una tranca, la dejé de lado. Sentí nostalgia, me había acostumbrado con mi sonda que fue útil para mi salud. La recuerdo con cariño un cariño bueno.
Al escuchar a Óscar de León cantar «Mi bajo y yo»; evoco a esa especie de cordón umbilical con su placenta que por un tiempo formó parte de mi maltratada humanidad.
Ahora, ya cambio las aguas de los guindones con toda naturalidad.
En cuanto a mi próstata que está como «mírame y no me toques»; le he dado una clara y contundente advertencia: «PRÓSTATE BIEN, O TE EXTIRPO».