Por: Raúl Sotelo L.
En 1982, el notable escritor y periodista colombiano, Gabriel García Márquez, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Fiel a su estilo personal siempre desprovisto de cualquier demostración de ostentación, él rehusó vestir como lo exigía la Academia Sueca para esta clase de evento social, como era enfundarse el eticoso y elegante frac negro. La pomposidad le causaba desazón.
Para sorpresa de los invitados, entre hombres y mujeres, que lucían elegantes trajes de gala y valiosas joyas dando al acto un toque de distinción palaciega, García Márquez se presentó ataviado con un liqui-liqui de color blanco, una especie de guayabera, un traje típico de su país, y que había pertenecido a su abuelo materno. El novelista confesaría después que sus ojos se humedecieron al recordar al viejo tronco de la familia.
Se escenificó un extraño cuadro en el amplio recinto. La blanca figura del homenajeado en el centro rodeado de personas vestidas con trajes oscuro, que daba un aspecto fantasmagórico. En ese preciso momento Gabriel brillaba con luz propia desde cualquier Angulo del salón. El resto solo era un complemento.
En una entrevista posterior, el escritor diría textualmente «Esa noche sentí que estaba asistiendo a mi propio funeral». En efecto, había suficientes hombres de negro como para cargar su ataúd. Una comparación producto de su exquisita ironía.
Esa noche, Gabriel García Márquez escribió su propia novela, cortísima, él como actor principal, dando a luz sus definiciones y convicciones de un ser humano excepcional. Aprovechó del homenaje para mostrarse tal como es, sin adoptar ninguna pizca de hipocresía y petulancia
El Premio Novel, para él, había pasado a un segundo plano.