Por: Raúl Sotelo L.
La leyenda cuenta que un religioso, un fraile para precisar, vivía atormentado porque amaba a una bella mujer, y por tanto tenía que renunciar a su vocación espiritual.
Los familiares de la joven, enterados de los afanes del pretendiente, decidieron aislarla de él y llevarla a otro lugar evitando así una posible relación amorosa que hubiera escandalizado a sus allegados.
El bardo criollo Felipe Pinglo escribió que, «el amor tiene algo de divino, amar no es un delito porque hasta Dios amó». Así lo entendió el fraile, y cuando se enteró que a su amada se la llevarían muy lejos, decidió intentar comunicarse con ella.Pero todos sus afanes se diluyeron. Pues ya estaba instalada en un barco que la llevaría a un pueblo donde su obsesionado seguidor jamás la encontraría.
Se dice que el fraile llegó desesperado a la playa de Chorrillos para tenerla cerca por última vez, mas no lo consiguió. Rápidamente subió a lo alto de un acantilado, y vio la embarcación alejarse de la costa hasta perderse en el horizonte, llevando a la mujer que le cambiaría su destino.
La había perdido para siempre.
Algunos que pasaban cerca del lugar, vieron parado en la cima del peñasco a un individuo ataviado con un hábito religioso cuya capucha le cubría la cabeza. Abajo, las olas golpeaban furiosas las rocas en un mar encrespado, y un viento frio envolvía el ambiente. Una escena escalofriante que presagiaba un desenlace fatal.
De pronto, el cuerpo del fraile atravesó el vacío, y cayó en las aguas revueltas. Su vida atormentada había concluido.
Hoy, como un ritual de corte turístico, un pescador reedita el pasaje trágico de la leyenda, y todos los días se arroja desde lo alto vistiendo el mismo atuendo usado por el fraile suicida. El público le otorga una merecida propina.
Previa autorización, me visto con ese ropaje, y me acerco al borde del acantilado. Miro hacia abajo, y pienso «no tengo por ahora ningún amor imposible para arrojarme».
Me alejo del lugar, y un escalofrío me sacude al recordar la acción suicida del fraile. Creo haber escuchado su último alarido antes de caer en el mar.