Por: Raúl Sotelo L.
El reloj marcaba las 8 de la mañana del 6 de agosto de 1945, y los pobladores de la ciudad de Hiroshima, en el Japón; ni en la más horrible de sus pesadillas hubieran presagiado que quince minutos después vivirían el más atroz de los tormentos que pueda sufrir un ser humano. Morir calcinados.
Una bola de fuego apareció allá arriba, y en contados segundos explotó antes de tocar tierra. Un relámpago brillante iluminó el firmamento y la temperatura ascendió a 300 mil grados que borró todo vestigio de vida. Esa bola al impactar en la superficie se elevó absorbiendo el polvo de todo lo que había quemado formando un gigantesco hongo. Era una escena terrorífica como si nuestro planeta hubiera explotado.
Tres días después, el 19 de agosto, cae una segunda bomba en la localidad de Nagasaki, y, con esta nueva hecatombe se produjo la rendición del gobierno japonés ante las fuerzas norteamericanas, y con ello terminó la Segunda Guerra Mundial. Yò diría: la Segunda Matanza Mundial.
El saldo de esta monstruosa acción bélica fue: 25 mil muertos y 70 mil personas prácticamente fuera de toda circulación física, es decir mutilados de por vida, y, dos ciudades casi borradas del mapa. Solo ha quedado impregnado en la humanidad: dolor e impotencia que hasta ahora no desaparece ni desaparecerá.
Si existiera el castigo divino, Harry Truman, el presidente norteamericano que autorizó se arrojara las dos bombas atómicas sobre esos dos pueblos indefensos, estará retorciéndose de dolor ante el fuego abrazador del Infierno que lo envolverá toda una eternidad. Sus alaridos de dolor no inmutarán en lo mínimo al impávido Satanás, que echará más leña al fuego.
Paul Bregman, uno de los navegantes del bombardero B-29 de donde se lanzó la segunda bomba atómica en Nagasaki, se ahorco el 05 de agosto de 1985. Habían pasado 40 años.
Él vivía atormentado por su partición en el holocausto.